Emocional, incendiaria y muy alejada de la diplomacia tradicional. Así es Delcy Rodríguez, sobre quien ayer recayó la misión de llevar la bandera de Venezuela, como fuera, hasta dentro de la cancillería argentina. Una misión que Maduro sólo encomendaría a su colaboradora más estrecha.
El ascenso meteórico de Delcy Eloína Rodríguez (47 años) dentro la cúpula bolivariana llegó tras la muerte de Hugo Chávez en 2013. Fue de la mano de Nicolás Maduro, quien nada más acceder a la presidencia de Venezuela tras su polémica victoria electoral contra el opositor Henrique Capriles, dejó muy claro que no sólo iba a seguir contando con el mayor de los Rodríguez, sino también con su hermana pequeña, en segundo plano durante los 14 años de gobierno del «comandante supremo».
Esta abogada caraqueña pertenece a una familia de tradición revolucionaria, una de las más poderosas del chavismo. El primer mandatario, siempre que puede, reivindica la memoria de su padre, Jorge Antonio Rodríguez, fundador de la Liga Socialista, en la que también militó el propio presidente. Rodríguez padre, quien murió en manos de la policía política en 1976, dejó su testigo político en sus hijos, Jorge y Delcy. El primero es uno de los hombres más fuertes de la revolución: alcalde de Caracas Libertador, antiguo vicepresidente y enviado especial de Maduro para acabar con el referéndum revocatorio.
Su hermana pequeña ha seguido su estela hasta llegar a las alturas. Tras ocupar distintas carteras y cargos con Chávez, Maduro la situó a su lado al frente del Ministerio de Comunicación. A finales de 2014 fue nombrada canciller, puesto que alterna hoy con una vicepresidencia política y con su participación en las Mesas del Diálogo.
Porque no hay nada importante en el Gabinete de Maduro en el que no participe Delcy. Su misión más importante hasta ahora ha sido mantener el poder de la petrodiplomacia venezolana pese a los malos tiempos económicos del país y su pérdida de apoyo internacional. La canciller se ha encarado sin rubor contra unos y otros en defensa de la revolución, ya fueran el secretario general de la OEA, Luis Almagro («Usted forma parte de la escoria imperial»), o el propio presidente Mauricio Macri, con quien protagonizó un careo en la Cumbre de Jefes de Estado de Mercosur del año pasado.
La oposición venezolana criticó ese día cómo la ministra de Exteriores utilizó imágenes contra Leopoldo López que no pertenecían a las protestas de 2014, sino a su etapa al frente de la Alcaldía de Chacao.
Meses más tarde le regaló al presidente argentino una de las «maldiciones» más repetidas contra los enemigos de su proceso revolucionario: «El que se mete con Venezuela se seca».
Cuentan quienes la conocen más allá de la arenga política que la canciller es cercana y afable, amante de los zapatos de diseño más caro (Valentino). Como si fuera uno de esos jugadores de fútbol bonachones en la intimidad pero que al saltar al campo de juego se transforman en guerreros sin escrúpulos.
Sobre el terreno, ha dejado en las hemerotecas un rosario de frases incendiarias que figurarían en el libro de los pecados de cualquier escuela de diplomacia. Como aquella vez, durante la crisis fronteriza con Colombia, en la que acusó a su homóloga, María Ángela Holguín, de realizar un «reality show» cada vez que hablaba de Venezuela. O cuando crucificó a los cancilleres Susana Malcorra y el chileno Heraldo Muñoz y los mandó a «lavarse su boca antes de pronunciar nuestro nombre. Son unos vulgares que pretenden pronunciarse sobre nuestro país».
Vía La Nación
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