Pese a que en las anteriores instancias del proceso hubo mucha agitación política, ahora en las calles de Brasilia se siente un clima de agotamiento generalizado, no se palpita el momento histórico que el país está a punto de vivir.
Hasta ahora, sólo otro presidente, Fernando Collor de Mello en 1992, fue destituido por juicio político, en aquel caso por corrupción, pero decidió renunciar la víspera de su condena por el Senado. Dilma ha reiterado que la renuncia no está entre sus opciones y que piensa «luchar» hasta el final.
«Voy al Senado porque creo en la democracia de este país; debo eso al pueblo brasileño. Voy allá no porque creo en la belleza de mis ojos. Tengo absoluta claridad de lo que están haciendo; sé que es una injusticia y mi presencia es muy incómoda, extremadamente incómoda», dijo anteanoche en un acto en San Pablo en el que explicó por enésima vez que los cargos de los que se la acusa -decretos que alteraron la meta fiscal y toma de préstamos de la banca pública no autorizados por el Congreso- fueron apenas decisiones burocráticas, y que también fueron realizados por presidentes anteriores.
Si bien las autoridades volvieron a colocar una gran valla metálica frente al Congreso para dividir a manifestantes pro y anti impeachment, aún no hay organizadas marchas.
La expectativa es que sólo el lunes, cuando Dilma se presente por primera vez ante el Senado, haya alguna movilización. Pero lo cierto es que el propio PT está bastante distanciado de ella. Tanto que anteanoche, la dirección ejecutiva del partido votó por rechazar el plan propuesto por la presidenta para convocar a un plebiscito y anticipar elecciones si sobrevive a la votación en el Senado.
«Tenemos la posición de defender el mandato hasta el último día», se excusó el presidente del PT, Rui Falcão.