Pedro Corzo
El presidente de Colombia, Juan Manuel Santos, se ha comprometido a llevar la paz a sus conciudadanos a como dé lugar. Un esfuerzo loable, digno de admiración, que choca frontalmente con quienes critican su voluntad de buscar para el país la concordia y la reconciliación con un grupo de facinerosos que por décadas ha asesinado y obligado a millones de colombianos a dejar hogares y tierra.
Santos sólo anhela que sus compatriotas entiendan que el crimen sí paga, que no importa la vesania y la crueldad de un sujeto que probablemente solamente jugaba con explosivos cuando situaba minas antipersonas en la proximidad de escuelas y caminos vecinales, o de otros con similar vocación de justicia social que solían colocar explosivos en los cuellos de las personas o detonar oleoductos para causar muerte, millones de pesos en deuda y destruir el medio ambiente.
El mandatario le pide al pueblo comprensión, que acepte a individuos que volaban automóviles, atacaban autobuses o simplemente lanzaban cilindros de gas cargados de metralla para devastar los campamentos militares, también, poblaciones donde únicamente residían civiles.
Además, pide generosidad para quienes decidieron financiar su guerra privada disfrazada de revolución social, secuestrando y envileciendo a soldados y civiles al recluirlos en campos de concentración en plena selva, o traficando con narcóticos para destruir la juventud nacional y de países extranjeros.
Santos tiene más de misionero que de político. Su magnanimidad está aparentemente dispuesta a obviar que la narcoguerrilla secuestró a menores de edad y los obligó a servir como carne de cañón en los enfrentamientos con el Ejército, y que convirtieron a numerosas jovencitas en esclavas sexuales de los cabecillas, las obligaron a abortar cuando salían embarazadas, sin que importaran los sentimientos de las vasallas.
El mandatario es un defensor a ultranza de la justicia. Está a favor de que los pacifistas que recurrieron a la violencia extrema no vayan a prisión, porque todavía sufren el síndrome de los torturadores y asesinos que se identifican con sus víctimas, un padecimiento que agobió siempre la existencia de Lavrenti Beria y Heinrich Himmler.
El Presidente también comprende que las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) y el Ejército de Liberación Nacional (ELN) tienen el derecho a disfrutar de las riquezas acumuladas con el tráfico de estupefacientes y las expoliadas a sus legítimos dueños, durante años y años de robos y extorsión. Santos confía en la buena voluntad de quienes anhelan la paz después de que su capacidad de hacer la guerra fue prácticamente destruida por el Gobierno del presidente Álvaro Uribe.
Santos quiere para las FARC los territorios que no conquistaron en la guerra. Cierto que habrá observadores internacionales, entre ellos cubanos que trabajan para el régimen que auspició a la narcoguerrilla por décadas y le ha servido de santuario siempre.
Otro aspecto importante de la paz es la eventual participación de los narcoguerrilleros en la política, esa es una concesión más que necesaria. Por eso muchos se preguntan si en las próximas campañas electorales para el Congreso o la Presidencia en los pasquines el jefe de las FARC se presentará con el alias Timochenko o Rodrigo Londoño Echeverri, o si portará un AK-47 o un cinturón con explosivos.
Hay quienes discuten cuándo se levantará una estatua de tamaño natural a la memoria de los justicieros Manuel Marulanda, «Tirofijo» y a la de Luis Édgar Devia Silva, alias «Raúl Reyes», dos hombres de paz que perdieron la vida luchando por una justicia y una distribución de las riquezas «a su manera».
¿Qué tiene de inmoral que se convierta un terrorista, un asesino en serie o un narcotraficante en legislador, juez de la Corte Suprema de Justicia o presidente? Eso no tiene importancia cuando de la paz se trata; es comprensible que para algunos sea difícil entender este esfuerzo, pero es que en Colombia, sin la paz de Santos, no es posible vivir en el paraíso.
El autor es periodista cubano. Vivió en Venezuela por doce años. Preside actualmente el Instituto de la Memoria Histórica Cubana contra el Totalitarismo.