Andrés Reynaldo
Anota la fecha: 15 de junio del 2017.
Es el día del fin del cambio-fraude.
No se equivocan del todo quienes dicen que el presidente Donald Trump ha devuelto la política con Raúl Castro al marco de la Guerra Fría. Si la dictadura sigue en la Guerra Fría, ¿cómo puede combatírsele fuera de ese marco?
Ya vimos lo que pasó con la llamada apertura del presidente Barack Obama. La dictadura se hizo más represiva. Raúl y los generales, más ricos. En vez de abrirse la economía a todos los cubanos por igual, se creó un sector privado para el servicio de la elite y el turismo internacional. Autorizados y vigilados por la Seguridad del Estado, estos cuentapropistas no sólo se oponen a las reformas políticas, sino que operan ante el mundo como valedores “independientes” de una ficticia liberalización. Hubo cambio, sin duda: Raúl perfeccionó el modelo de opresión y aseguró la transición dinástica.
Hay una significativa diferencia entre las medidas de Obama y las medidas de Trump. Obama escuchó al cardenal Jaime Ortega, a un Papa que no se sonroja al decir que Cuba es la capital de la unidad y a un grupo de prominentes cubanoamericanos minuciosamente atendidos por la crema y nata de la cancillería cubana, o sea, la crema y nata del aparato de inteligencia de Raúl. Luego, dejó el proceso en manos de íntimos y descalificados asesores que actuaron incluso a espaldas del Departamento de Estado.
En contraste, Trump puso el oído en la tierra. Escuchó a los disidentes, que constituyen la mayor autoridad moral de la nación. Escuchó a los legisladores cubanoamericanos, únicos servidores públicos elegidos de manera libre por nuestro voto. Escuchó a los miembros de la Brigada 2506 y a los líderes del exilio. Cualesquiera que puedan ser las deficiencias de este nuevo enfoque no podrán achacarse al propósito de darle un segundo aire a la dictadura.
La política es, principalmente, lenguaje. Este cambio de rumbo contribuye a restablecer el lenguaje de la confrontación moral frente a la dictadura. En las últimas décadas, este lenguaje había sido estigmatizado lo mismo en los medios que en la academia. La sola calificación de dictador a Fidel todavía causa bizantinas discusiones en las salas de redacción de Miami. Guardo, como testimonio de servilismo semántico, recortes de un académico que se refería a los esbirros de la Seguridad del Estado como “gestores profesionales del orden”. Había que hablar de la dictadura con las palabras sembradas por la dictadura. Si en el exilio esto conducía a la incomunicación, entre los opositores de la isla equivalía a un suicidio por ambigüedad.
Los agentes de propaganda de la dictadura tuvieron un asombroso éxito en imponer a publicaciones, canales de televisión, colleges y universidades una falsa métrica de civilidad. El riesgo de excomunión por recalcitrante, provocador, profesional del odio, retrógrado y otras categorías sacadas del manual de la censura castrista, han limitado en Miami la posibilidad de un debate serio sobre los asuntos cubanos. A tal punto hemos llegado que en foros pagados con los impuestos de los gusanos, al igual que en algunos medios dependientes de la publicidad de los gusanos, los visitantes oficiales o semioficiales demandan que no se los someta a determinadas preguntas ni se les enfrente a determinadas personalidades.
Para Raúl, la exigencia moral implica una exigencia de rendición. Obama salvó esta contradicción a costa de las libertades del pueblo cubano. A Trump, aparentemente, no le importa agravarla. Yo ya ni me acordaba de la última vez que un presidente norteamericano llamaba a la dictadura por su nombre.