Lo más dramático del día que Daniela falleció no fue su muerte. Susana, su mamá, ya estaba preparada: había hecho las paces con la vida la noche anterior, cuando Daniela, en medio de su primera y última crisis convulsiva, apretó la mandíbula y los ojos se le fueron hacia atrás.
Daniela se fue a las 3:00 de la tarde. La hora de la misericordia de Dios. Cuenta la biblia que fue a esta hora cuando Jesús de Nazareth encomendó a su padre su propio espíritu y expiró. Susana hace hincapié en este detalle: la hora es importante, es la prueba de que la muerte de su hija era la voluntad de Dios; de que el todopoderoso escuchaba con oído atento sus plegarias cuando una noche le rogó que todo fuera rápido. La partida de Daniela –contaría su madre más tarde– fue rápida.
La tarde del lunes 4 de julio de 2016, después de la hora de la divina misericordia, la funeraria avisó que estaban por llegar a recoger el cuerpo de Daniela, y Susana bajó las escaleras hacia la morgue del Hospital JM de los Ríos, en Caracas. Susana dice que fueron “cosas de la vida”. Por cosas de la vida, la puerta de madera al final de la escalera, que siempre permanece cerrada, estaba abierta. Por cosas de la vida, la cava para conservar los cadáveres, la única que funcionaba ese día en el hospital, estaba abierta. Y entonces, Susana miró.
Lo más dramático de ese día no fue la muerte. Fue el cuerpo de Daniela en la cava, apilado junto a otros dos. Tres cuerpecitos de niños compartiendo una misma cava. Uno encima del otro. Hasta el tope.
El lunes 4 de julio de 2016, pasadas las 3:00 de la tarde, habían fallecido tres niños en el hospital J.M de los Ríos, y aunque todavía no se sabía, dos más venían en camino. Dos más que ya no cabían en la única cava operativa del hospital. Dos más en riesgo de empezar a descomponerse envueltos en los vapores de un mes de julio cuya temperatura promedio fue de 31 grados centígrados en Caracas. En el Hospital JM de los Ríos no solo faltan cavas para los muertos. Cada vez más, los pacientes y sus familiares sienten que las carencias que los acosan en los centros de salud pública representan una violación a sus derechos.
En su informe anual 2015 el Programa Venezolano de Educación-Acción en Derechos Humanos (PROVEA), organización no gubernamental que promueve la defensa de los derechos humanos en Venezuela, reportó haber recibido 3.719 denuncias por deficiencias en el sistema de salud durante 2015. Casi suficiente para llenar dos veces el anfiteatro del Centro Comercial Sambil, cuya capacidad máxima es de dos mil personas.
El J.M de los Ríos no es el único. Lo acompañan decenas de otros centros de salud pública donde la medicina se ejerce con lo que hay. Según el Informe sobre la Situación del Derecho a la Salud en Venezuela, elaborado en marzo de 2016 por la Coalición de Organizaciones por el Derecho a la Salud y la Vida (CODEVIDA), conjuntamente con PROVEA, los centros de salud públicos del país presentaban para entonces 70% de escasez de insumos médico-quirúrgicos, 80% de desabastecimiento en medicinas, 50% de disminución del personal médico, y 60% de paralización de equipos de diagnóstico y tratamiento.
En otras palabras: lo que hay es poco o nada.
Fallas y carencias: el día a día de la salud venezolana
Estrella no se llama Estrella. Es un pseudónimo para proteger su identidad, una práctica esencial cuando se trata de enfermeras que se atreven a hablar sobre las deficiencias en el sistema de salud pública en Venezuela. Estrella trabaja en el Hospital Oncológico Luis Razetti, en Cotiza, un barrio en la parroquia San José de Caracas.
En este hospital, que tiene ochenta años funcionando desde su inauguración en el año 1936, hace tiempo que no se ve Epamín, un medicamento para controlar las crisis convulsivas, según relata Estrella. Tampoco hay Dipirona ni Profenid: analgésicos elementales.
De ocho bombas de oxígeno pequeñas que solían rotar por el hospital, no queda ninguna. Las grandes son imposibles de movilizar sin los ascensores que ya tienen más de cuatro meses dañados. Tampoco hay mascarillas ni gotas para nebulizar. Para los pacientes con metástasis pulmonar, respirar puede depender de qué tan rápido corran las enfermeras. Resignada, Estrella admite: “a un paciente que le da una crisis respiratoria, que Dios lo ayude. Imagínate, de aquí a que yo llegue hasta el sitio con la bomba de oxígeno que traigo de otro servicio, el paciente se muere”.
Los pacientes con cáncer que reciben quimioterapia requieren que se les administre solución de suero fisiológico como parte esencial de su tratamiento. Tres o cuatro bolsas al día es la cantidad que necesitan la mayoría de los enfermos que atiende Estrella. Pero no hay suficiente suero. Una solución diaria es el máximo lujo que estas personas pueden darse, si tienen la suerte de conseguir la quimioterapia que se les recete: anteriormente, el servicio donde trabajaba Estrella trataba más de 150 pacientes oncológicos al mes; hoy, atiende entre 30 y 50. El resto se desgasta en una carrera contra la enfermedad, sudando frío, agotando sus últimas fuerzas en una peregrinación forzosa por las farmacias especializadas de Caracas. Hasta que la quimio aparezca. O hasta que pase lo peor.
Deficiencias en infraestructura y severas carencias de equipos e insumos son dos de los principales problemas que enfrenta la red pública de atención sanitaria en Venezuela. Así lo cree el doctor Gustavo Villasmil, especialista en Medicina Interna y ex secretario de salud de la Gobernación del estado Miranda, quien asegura que “en Venezuela tenemos una capacidad hospitalaria que está por debajo, en una tercera parte, de lo que estaba en el año 1962”. De acuerdo con cifras levantadas por la Red de Sociedades Científicas Médicas Venezolanas, organización que agrupa a profesionales de la medicina y las ciencias en el país, el número de camas operativas en los hospitales públicos pasó de 30.964 en 2009, a 20.821 en 2014. Una reducción de más de 10 mil camas. Hasta el momento no hay cifras más actualizadas.
El especialista explica que hacen falta más de 40.000 camas de hospital en todo el país para cubrir la demanda del servicio adecuadamente. “Si se divide eso entre 1.200, que es el número de camas para el cual fue diseñado el Hospital Universitario de Caracas, da como resultado que se necesitan construir en Venezuela 33 nuevos hospitales de ese tamaño”.
Según datos del censo poblacional del año 1981, Venezuela tenía para entonces 14.516.735 habitantes. La tasa de capacidad hospitalaria nacional era de 27 camas hospitalarias por cada 10 mil habitantes, de acuerdo con un informe publicado en 2002 por la Oficina de Asesoría Económica y Financiera de la Asamblea Nacional.
Para 2011, año del último censo poblacional que se ha hecho en Venezuela hasta el momento, la cifra había descendido a solo 10 camas hospitalarias por cada 10 mil habitantes, un tercio del promedio establecido por la Organización Mundial de la Salud para América Latina: 30 camas por cada 10 mil habitantes.
La realidad podría ser todavía peor. Partiendo de la cifra de 20.821 camas operativas que existían en la red de hospitales públicos en 2014 según la Memoria y Cuenta del Ministerio del Poder Popular para la Salud (MPPS), una simple división arroja que para entonces, la salud pública en Venezuela tenía una capacidad de atención de apenas 2 camas por cada 10 mil habitantes. Eso fue hace tres años.
Cuatro de cada diez camas hospitalarias en los centros de salud pública están inoperativas, según datos de la Encuesta Nacional de Hospitales 2017, publicada a mediados de marzo por la ONG Médicos por la Salud, que está integrada por médicos residentes que trabajan en hospitales públicos del país y monitorean cuál es la situación en estos centros de salud.
La salud en Venezuela se está cayendo por todos lados…
Según el doctor Gustavo Villasmil, todo sistema de salud pública depende de cuatro pilares para funcionar de forma efectiva: infraestructura, capital humano, tecnologías y logística de suministro, que abarca los insumos, materiales consumibles y medicamentos. Cada uno de estos pilares es imprescindible: si uno falla, el sistema entero entra en riesgo de colapso. En Venezuela, en pleno siglo XXI, los cuatro están fallando.
Para Villasmil, la salud en Venezuela atraviesa su peor momento histórico. “En las condiciones actuales, es insostenible la operación de cualquier servicio de atención médica, desde un pequeño ambulatorio hasta un hospital mucho más complejo”, comenta el especialista.
“La salud en Venezuela se está cayendo por todos lados”, sentencia la doctora Ciramar Navarro, médico hematólogo y jefa de la Unidad de Quimioterapia de la Clínica Briceño Rossi. “Desde lo más básico a lo más complejo. Desde profilaxis y prevención hasta medicina curativa compleja”.
Mientras conversamos en su consultorio en la Unidad de Quimioterapia, las enfermeras se pasean entre los sillones de cuero donde normalmente se sientan los pacientes por varias horas para recibir sus dosis intravenosas de tratamiento oncológico. Hoy no hay un solo paciente. La mayoría canceló su cita semanal porque no habían logrado conseguir la quimioterapia que les debía suministrar el Instituto Venezolano de los Seguros Sociales (IVSS), ente encargado de la distribución de este tipo de medicamentos. Para los enfermos de esta nación en crisis, la espera es la única prescripción médica que está garantizada.
La Encuesta Nacional de Hospitales 2017 dibuja una situación crítica en todo el sector salud en Venezuela. La escasez de material médico-quirúrgico en los hospitales públicos del país ronda el 75%, mientras que en catéteres y sondas es de 76%. 89% de los equipos de rayos x en estos centros de salud no está operativo y 94% de los equipos de tomografía están dañados.
Asimismo, 78% de los hospitales públicos del país presenta inexistencia absoluta o fallas severas en el suministro de medicamentos esenciales para los pacientes, y alrededor de 97% de los servicios de laboratorio clínico registran fallas severas o permanecen cerrados.
Para este trabajo se intentó contactar al Ministerio de Salud para conocer su versión sobre el estado actual del sector salud en Venezuela, pero no obtuvimos respuesta a nuestra solicitud.
De los cuatro pilares que sostienen la salud en Venezuela, ninguno se salva. Para el doctor Gustavo Villasmil, la falla de uno solo marca el comienzo de lo que fácilmente puede convertirse, o ya es, una tragedia humanitaria. “Falla uno, se cae la operación. Se empieza a caer a pedazos”, asegura. “Y los pedazos que primero caen son lo que pudiéramos llamar las prestaciones más complejas; valga decir, aquellas que suponen una conjunción específica, costosa y compleja de infraestructura, personal, tecnología y suministros. Por ejemplo, el manejo del cáncer en Venezuela”.
Haly Hernández: ¿víctima de la política?
Haly Hernández tiene dos años y un tumor cancerígeno en el riñón izquierdo. En los hospitales de su ciudad natal, Maturín, su caso cayó en la categoría de lo que el doctor Villasmil llama “prestaciones de carácter complejo”. Tal vez demasiado complejo. Después de ver el eco abdominal y la tomografía que confirmaron un diagnóstico incuestionable de un tumor de Wilms, la nefróloga que vio a Haly por primera vez supo que la niña requería atención inmediata, del tipo que solo podían darle en la capital del país.
A Haly la enviaron a Caracas el 20 de julio de 2016, con sus exámenes bajo el brazo y una orden médica para tomar una biopsia del tumor, que ya para entonces abarcaba casi el tamaño del riñón completo. El doctor Huníades Urbina, presidente de la Sociedad Venezolana de Puericultura y Pediatría y ex jefe del servicio de Urgencias del Hospital J.M de los Ríos, hizo el contacto para que el área de Cirugía Pediátrica recibiera el caso. Para el 8 de agosto en la tarde, Haly estaba acostada en su cuna de la habitación 604, en el sexto piso.
Pero una vez allí, todo pasaba despacio, excepto el tiempo, claro, que siempre es vertiginoso para el que no puede esperar. La toma de biopsia, que debía hacerse como un procedimiento quirúrgico bajo sedación, se aplazaba una y otra vez con diferentes excusas: faltaba material médico-quirúrgico, anestesiólogos, enfermeras de turno. Hasta que Gipcia Martínez, la abuela de Haly, se cansó de esperar y decidió que lo que realmente escaseaba era voluntad.
El reclamo comenzó en la oficina de la dirección del hospital, donde a Gipcia trataron de hacerle entender la situación: dado que el caso de Haly “no era una emergencia sino una cirugía electiva”, había otras intervenciones más urgentes a las que se les estaba dando prioridad. Una versión que Gipcia no pudo soportar.
Entre metro y camioneticas por puesto, la abuela recorrió una Caracas que le era desconocida, rastreando entre instituciones gubernamentales alguna que pudiera prometerle una biopsia del riñón de su nieta. Tocó la puerta en la Oficina de Atención al Soberano, uno de los viceministerios adscritos al Despacho de la Presidencia que recibe y procesa solicitudes de ayuda de los ciudadanos dirigidas directamente al Presidente de la República. Pasó luego por la Asamblea Nacional, donde le sugirieron llevar el caso a los medios, y finalmente, terminó en el Ministerio para la Salud.
Cuando le negaron la ayuda, les dio un ultimátum de los que solo puede dar una abuela cansada de pedir amablemente: “Si ustedes no pueden hacer nada, ya yo veré la manera de resolver. Y la manera de resolver es sacar esto por televisión o por prensa o por donde sea. Pero lo voy a sacar, porque ya no voy a seguir esperando”.
El Ministerio de Salud le prometió a Gipcia enviar un funcionario especialmente para atender su caso en los próximos días. Curioso, según considera la abuela de Haly, que fuera justo después de que amenazó con llevar su historia a la luz pública. Pero para cuando el funcionario llegó al hospital J.M de los Ríos al día siguiente, una periodista, simulando ser un pariente, ya estaba allí.
Haly agarra todo lo que está a su alcance y siempre está tarareando cancioncitas. Le gustan los lentes de sol de su abuela. Espera que todos se descuiden y los recoge de la cama con un jalón furtivo. Se los pone y empieza a modelar por todo el cuarto, buscando un aval de su coquetería. Cuando alguno de los presentes le dice que se ve bella, Haly entrecierra los ojos detrás de los cristales ahumados y ríe.
Gilipce Alcalá es una mamá joven. Tiene 20 años y al verla con Haly, es fácil pensar que se trata de su hermana mayor en lugar de su madre. Tres semanas después de que ingresaran al hospital a comienzos de agosto de 2016, conversamos sentadas en una colchoneta vieja sobre una placa de concreto elevada a medio metro del piso. Eso es la cama donde duerme Gilipce.
“Por lo menos yo tengo esto”, dice la muchacha señalando la colchoneta. “En otros servicios he visto que lo que hay son unos muebles de goma espuma horribles y las mamás duermen ahí, en el piso”.
En los pasillos de este hospital destartalado, donde los pacientes con deficiencias respiratorias suben las escaleras hasta el piso cinco, ahogándose, por falta de ascensores; donde las madres denuncian que la comida a veces viene condimentada con chiripas o vidrio; donde de las catorce máquinas de hemodiálisis que se compraron en el año 2012, hoy solo funcionan siete, y seis de ellas están operativas solo gracias a que las mamás de los pacientes pagaron el mantenimiento con su propio dinero, para que sus hijos no se quedaran con la sangre contaminada; aquí, es costumbre agradecer lo más básico. Lo que en muchos otros lugares se asume por adelantado: habrá agua, habrá luz, no tendremos que dormir en el suelo, estaremos vivos mañana.
Gilipce pasa los días desmenuzando su angustia, entre el ansia de que operen a su hija y la desesperación de que la hora de la cirugía no llega. En dos ocasiones, Haly pasó 24 horas sin comer, en un supuesto ayuno preoperatorio, pero luego de la jornada de hambre programada, le dijeron a Gilipce que la cirugía se cancelaba, sin mayores explicaciones. Cuando se le ocurrió quejarse con una enfermera, lo que se ganó fue un sonoro y desalentador: “bueno, mi amor, acostúmbrate”.
Mientras esperan, Gipcia no trabaja vendiendo productos de belleza al mayor como antes. Y si no trabaja no cobra. En Caracas, sobrevive con el dinero del “potazo” que unos amigos le reúnen en Maturín, pidiendo a los transeúntes que pongan dinero en un pote para más tarde enviarle la colecta. A duras penas les alcanza y Gipcia siente el coletazo del tiempo vaciándole los bolsillos. “El tiempo de ayuda económica también es algo pesado”, dice, “porque aquí tenemos que comprar comida todos los días: tres comidas”.
– ¿Aquí en el hospital no les dan la comida? – le pregunto.
– No. Le dan sólo a la niña. Y además también hay que comprarle pañales.
– ¿Tampoco les dan los pañales?
– Solo dos pañales diarios.
Por su condición clínica, Haly moja cuatro o cinco pañales al día. Los tres pañales extras que usa diariamente provienen de un paquete que su abuela compró -luego de recorrer casi toda la ciudad- en el barrio de Mamera. Dado que se trata de un producto cuyo precio está regulado por el gobierno, es difícil encontrar pañales a la venta en los supermercados o farmacias. En cambio, se venden con sobreprecio en el mercado negro, donde Gipcia finalmente logró comprar.
Los dos pañales que Haly recibe del hospital son un milagro. La tarde en que Gilipce bajó a la oficina de administración a preguntar cómo podía solicitar que le dieran pañales para su hija, la encargada de turno clavó los ojos en Haly y dijo: “Pero a ella yo la veo muy bien. ¿Para qué tú necesitas los pañales?”.
Han pasado casi tres semanas desde que ingresaron al hospital, y Haly sigue esperando en su cuna, con una vía incrustada en la muñeca, a que todas las demás emergencias pasen y por fin llegue su turno para entrar a quirófano. Entonces sabrán en qué estado se encuentra su enfermedad, qué tratamiento requiere, qué tanta esperanza pueden albergar.
Gilipce sabe: “mientras más grande el tumor, puede pegar en el pulmón, o extenderse al otro riñón”, dice. “Ya cuando nos vinimos para acá, la doctora dijo que el tumor estaba en la línea media: la línea media es la columna; que no le falta nada para el otro riñón”.
Con el tratamiento adecuado, el tumor de Wilms en niños tiene una tasa de curación de 90%, siempre y cuando todavía no se haya diseminado a otros órganos. Pero si no…
“A mí como madre, se me destrozaría todo. Que agarre el otro riñón” confiesa Gilipce. “Ya con el otro riñón agarrado, ¿qué? Ya es cruzar los brazos y decir: ‘bueno, vamos a ponerle la quimio y alargarle la vida… hasta donde ella pueda resistir’. ¿Eso es lo que ellos quieren?”
La pregunta queda en el aire cuando entra al cuarto un emisario que viene a ofrecer términos de paz, y sobre todo, a garantizar que las amenazas de Gipcia de soltar la lengua frente a un micrófono, no se materialicen. Se trata de un médico especialista II del MPPS, según lo identifica el carnet que le cuelga del cuello con un cordón rojo.
El médico empieza el diálogo con una promesa: Haly ingresará a quirófano el lunes a las 7:00 de la mañana. La primera cirugía del día.
El acuerdo de paz en boca del doctor incluye enunciados como: “a la cirugía voy a entrar yo personalmente, porque es un caso especial” y “hoy no se pudo operar porque realmente no hay la disponibilidad, y los fines de semana no operamos casos tan complejos”. Gipcia arquea las cejas al enterarse de que el caso de su nieta, ahora sí, es un caso “especial” y “complejo”.
Haly ingresó a quirófano según lo prometido: el lunes 22 de agosto de 2016. Fue demasiado tarde para salvarle el riñón izquierdo, que ya estaba totalmente tomado por el tumor. El médico especialista II ya lo había anticipado la tarde del viernes, mientras le examinaba el abdomen a la niña.
“Ya sabes lo que le van a hacer a tu niña, ¿verdad?”, le preguntó a Gilipce. “Ese tumor generalmente abarca un riñoncito. Posiblemente le saquen el riñoncito.” Y aunque pareció que iba a terminar la frase ahí, no pudo evitar agregar un consuelo improvisado. “Pero queda con otro…”
Sí, Haly quedó con el otro riñón. El derecho. El único que tiene ahora. También quedó con una dieta especial de protección renal que debe seguir de por vida, para cuidar ese único riñón que tiene. Si tomamos los datos más recientes de la Organización Mundial de la Salud (OMS), según los cuales la esperanza de vida al nacer se ubicó en los 74.1 años en Venezuela en el 2016, significa que Haly deberá hacer dieta por los próximos 72 años. Ahora es una niña que crecerá sin comer huevos ni productos lácteos, con pocas proteínas animales, ningún enlatado y sin sal. Nunca probará unas papas fritas. Tendrá que decirle adiós para siempre a la ilusión de un perro caliente.
A Haly le prescribieron un tratamiento con quimioterapia y sesiones de radioterapia durante siete meses. Según el doctor Cono Gumina, médico gastroenterólogo y presidente de la Sociedad Anticancerosa de Venezuela, “de cada 10 pacientes a quienes se les indica un esquema de tratamiento oncológico, solamente 2 consiguen el tratamiento en su totalidad. Para los 8 restantes, el esquema queda incompleto”. La niña está ahora en esta ruleta, mientras su familia reza para no caer en el grupo de los ocho desafortunados.
Una vez que el tratamiento termine, reiniciará la espera: esperar que el tumor no reaparezca, esperar que el riñón derecho sea suficiente para limpiar la sangre, esperar que en algún momento, en un futuro no tan remoto, el nombre de Haly encabece la lista de cinco mil pacientes que según el Informe sobre la Situación del Derecho a la Salud en Venezuela, de CODEVIDA y PROVEA, hoy esperan por un trasplante en Venezuela.
Gilipce soporta la espera. Lo ha hecho durante los últimos siete meses. Gipcia también aguanta, pero mira hacia atrás, y no puede evitar pensar en lo que hubiera podido ser. Recuerda esos días de agosto en los que se preguntaba: “¿qué van a esperar? ¿Qué Haly se degenere?”. Todavía no entiende qué esperaban, ni por qué. Pero hizo sus apuestas el día que nos conocimos, cuando con un movimiento furtivo y veloz, me deslizó en la mano un trocito de papel doblado. “Te vas a llevar esto, yo hice una acotación ahí”, murmuró, justo antes de que el médico enviado por el ministerio entrara. Más tarde, ya al resguardo de casa y sin moros en la costa, abrí el papel y leí las líneas escritas en tinta negra del puño y letra de Gipcia:
Yo presumo que toda esta situación tiene tinte político, en vista de que no me dan una respuesta concreta sobre la intervención quirúrgica de mi nieta, motivado a que quien nos hizo el enlace para el ingreso de la niña al hospital, piensa diferente a las políticas de salud del gobierno.
Difícil saber qué tan equivocada (o acertada) es la hipótesis de Gipcia. Pero sabemos dos cosas: Uno: quien hizo el enlace para que a Haly la recibieran en el hospital J.M de los Ríos fue el doctor Huníades Urbina, quien se desempeña como director del Posgrado de Medicina Crítica de la Universidad Central de Venezuela. Dos: el doctor Urbina sí piensa diferente al gobierno, y no se cansa de gritarlo a los cuatro vientos.
El J.M de Los Ríos: retrato del abandono
Cuando a mediados de 2014 el MPPS le pasó su carta de jubilación, removiéndolo de su puesto como jefe del Servicio de Urgencias del Hospital J.M de los Ríos, el doctor Urbina apareció de súbito sentado en una mesa adornada con el logotipo de un partido político de oposición, denunciando que estaba siendo víctima de una “jubilación forzosa” por haberse atrevido a hablar públicamente de las calamidades de la salud nacional.
“No es la primera vez que levanto mi voz para denunciar los atropellos y los déficits que tiene el hospital. Yo simplemente pudiera ser en este momento la cara visible de cientos de médicos que están siendo castigados en los hospitales por decir la verdad y por enfrentarse a unos directores y a un ministerio que está siendo ineficiente en la administración de las políticas de salud”, dijo en aquel entonces en rueda de prensa.
El doctor Urbina salió del Servicio de Urgencias del J.M de los Ríos seis años antes de lo previsto según su edad, pero hasta hoy, parece que día a día se cumple uno de los preceptos sobre sí mismo que más le gusta repetir: “yo puedo más que ellos”. Por su trabajo como director del Posgrado de Medicina Crítica de la UCV, Urbina supervisa a varios de sus estudiantes que hacen pasantías y trabajan como residentes en el hospital. Va y viene a placer entre los servicios, conoce a muchos pacientes, examina a los niños, cuenta chistes con las enfermeras, escucha los cuentos trágicos del personal de mantenimiento que no tiene con qué limpiar los baños, o con qué preparar teteros para los bebés hospitalizados. Y de vez en cuando, pasea periodistas por los pasillos del hospital, en una suerte de recorrido testimonial de la decadencia.
El Hospital de Niños J.M de los Ríos fue inaugurado en 1958, con siete servicios de atención y hospitalización pediátrica en diversas áreas, 420 camas clínicas y un promedio de 30 pacientes pediátricos hospitalizados por cada servicio. 58 años después, la realidad es completamente diferente: ahora hay sólo 120 camas operativas (apenas un 30% de la cantidad original), y capacidad para hospitalizar entre 8 y 9 pacientes por cada servicio.
De los siete servicios de atención que existían inicialmente, solo cuatro siguen funcionando y están dispersos por todo el hospital, en áreas que no reúnen las condiciones mínimas para brindar una atención de calidad a los pacientes. Los otros tres tuvieron que cerrar por problemas de infraestructura, filtraciones, botes de agua, o como lo describe el doctor Urbina al referirse al antiguo servicio de Medicina 7: “porque el pupú corre por las paredes”.
Medicina 7 solía ser un área de hospitalización en el cuarto piso de la torre central del hospital. Ahora, después de un bote de aguas negras que nunca se reparó, es un cementerio de camas. El piso completo está abandonado: cuartos y cuartos llenos de camas viejas, camillas oxidadas, muebles rotos, todo apilado.
El doctor Urbina es un imán de pacientes desesperados. Cuando lo ven por los pasillos del hospital, las mamás de los niños hospitalizados salen de los cuartos y lo abordan para hacerle preguntas, ponerle quejas o simplemente desahogarse de su eterna zozobra y compartir algo del peso angustioso que cargan. Mientras caminamos por un corredor, el doctor habla de la peregrinación que deben hacer las mamás por todos los pisos del centro de salud, buscando un baño con agua caliente para bañarse, cuando una mujer corpulenta con una bebé en brazos se asoma y dice:
– Y la plaga, doctor.
Con un gesto nos invita a entrar.
– Mire cómo está eso. ¿Usted cree que nosotros dormimos? Mire: todo eso es plaga.
El techo y las paredes están cundidos de manchitas negras: puntitos de sangre seca de los zancudos muertos pegados al concreto.
“Uno tiene que cerrar las ventanas y la calor es horrible. Ella es cardiópata” dice señalando con la cabeza a la bebé que lleva en brazos. “A ella no la favorece este ambiente. Pedí el permiso para ver si me podían dejar pasar un ventilador y me dijeron que estaba prohibido. Entonces paso la noche aquí, con un periódico, un papelito…”.
La mujer hace un gesto ilustrativo mostrando cómo abanica a su hija durante las noches de calor infernal, y entonces veo su brazo, lleno de cicatrices viejas de picaduras de mosquito que nunca terminaron de sanar.
– Ustedes tienen su derecho de bajar a dirección y pedir– incita el doctor Urbina a la mujer.– Porque tienen que pelear por sus muchachos. No tengan miedo: ustedes tienen derecho a protestar y a decir las cosas.
– No, yo de verdad no tengo miedo – responde la mujer decidida-, porque es la salud de mi hija.
No tengan miedo: ustedes tienen derecho a protestar y a decir las cosas.
El doctor Urbina sabe que lo vigilan, pero tampoco tiene miedo. Es un temerario consagrado. Mientras explica que el servicio de farmacia solía estar en la planta baja del hospital, en un espacio que hoy está totalmente inundado y clausurado, se interrumpe de pronto con un silencio cortante. Mira por encima de mi hombro.
– Allá nos están mirando – dice.
Un instante de inmovilidad, y las consabidas preguntas. ¿Quién nos mira? ¿Se acercará? ¿Nos dirá algo? ¿Me van a sacar del hospital?
El doctor retoma el discurso rápidamente, como si apenas se hubiera distraído.
– A mí me persiguen. Todo el mundo pasa y me mira y le van a chismear a la directora… Pero tranquila, yo puedo más que ella.
Al fondo del pasillo central de la planta baja del hospital, están dos quirófanos que permanecen cerrados desde el año 2013, cuando fueron sustituidos por los pabellones del séptimo piso, que acababan de ser inaugurados. Casi tres años después, siguen abandonados: aunque se ven equipados con camillas y algunas máquinas, las luces están apagadas y la polvareda en piso y muebles da una idea de cuánto tiempo ha transcurrido sin que alguien haya pasado una escoba por ahí.
De pie en el quicio de la puerta, el doctor Urbina suspira.
– Mira esto. Dos quirófanos sin funcionar.
– ¿Y por qué no funcionan?– le pregunto.
– Bueno, porque hay filtraciones. Porque nadie le para…
Los quirófanos I y II del Hospital J.M de los Ríos se inauguraron en 2004, cuando Huníades Urbina aún era jefe del Servicio de Urgencias. El médico relata que la apertura de los quirófanos se hizo con bombos y platillos: hubo una transmisión especial televisada con el entonces ministro de Salud Carlos Montilla, y hasta el mismo presidente Hugo Chávez asistió para celebrar los logros de la revolución en materia de salud pública. Pero la alegría se evaporó con el primer aguacero de octubre.
“Resulta ser que esto está por debajo del nivel de la calle afuera”, explica el doctor Urbina, “el nivel freático es más bajo que el de la calle y no hicieron los desagües bien. Entonces cuando llueve, esto se inunda”. Durante nueve años, desde 2004 hasta 2013, el personal médico operó a cientos de pacientes en los quirófanos I y II del hospital, y sacó agua con baldes y pipotes cada vez que llovía con fuerza. En 2013, cinco de los siete quirófanos del séptimo piso, que llevaban cinco años cerrados, fueron reabiertos, y desplazaron a sus versiones viejas. Los quirófanos I y II nunca más vieron la luz del día.
Mientras tanto, en el piso siete, los quirófanos operativos alargan su último aliento. En un comunicado de prensa del 25 de julio de 2016, varias madres del hospital denunciaron que solo uno de los siete quirófanos estaba funcionando, y se tenía reservado para emergencias, debido a fallas constantes en los aires acondicionados.
El doctor Urbina afirma que alrededor del 60% de los pacientes que recibe el J.M de los Ríos padece alguna patología cuya única solución es quirúrgica. Sin quirófanos, los pacientes que necesitan una cirugía se suman al listado de víctimas de la prolongada espera. Unos cinco mil aguardan fuera del hospital, en lista de espera, añorando un cupo y rezando para que no llegue muy tarde. Otros, como José Galíndez, llevan semanas hospitalizados, esperando también, a que los quirófanos se arreglen.
Un niño que entiende la muerte
José Galíndez, de ocho años, ingresó al J.M de los Ríos en junio de 2016, con una Hidronefrosis Bilateral Grado 4, una malformación en las vías urinarias que puede derivar en problemas severos en los riñones, y cuyo único tratamiento es una serie de cirugías correctivas a lo largo de varios años. Después de 52 días hospitalizado, José sigue corriendo por los pasillos del hospital, con su vía puesta y pegada con adhesivo, mientras su mamá, Edimar Galíndez, busca cómo paliar la fatiga con algo de optimismo. “Tenemos casi dos meses esperando el cupo quirúrgico”, dice. “Bueno, algún día nos meten”.
La espera de José y Edimar está plagada de carencias. Faltan medicamentos. Falta dinero. Y la paciencia que todavía queda se agota poco a poco.
Reteven y Enalapril son los dos grandes dolores de cabeza de Edimar, que cada tanto recorre las farmacias adyacentes al hospital a ver si logra el milagro de conseguir estos medicamentos que su hijo necesita para aliviarse. En el J.M de los Ríos, las madres tienen prohibido dejar solos a sus niños. Los pacientes deben permanecer acompañados por un familiar en todo momento, lo que representa una enorme dificultad para muchas de las mamás que no encuentran un minuto para salir del hospital a comprar comida para ellas o medicinas para sus hijos.
La mayoría de las veces, Edimar soluciona con una serie de llamadas telefónicas: hablándole duro a su exmarido. Aunque no viven juntos desde hace más de siete años, el papá de José ayuda en lo que puede: deposita algo de dinero y de vez en cuando consigue alguno de los once medicamentos que toma su hijo. Mientras hablo con Edimar en el servicio de Urología del J.M de los Ríos, el hombre está en la calle buscando un banco Bicentenario para depositar un dinero que según Edimar, “se va a ir volando en cualquier cosita”.
En el Examen Periódico Universal (EPU) de 2016, que se realizó del 31 de octubre al 11 de noviembre de 2016, en la sede del Consejo de Derechos Humanos de la Organización de las Naciones Unidas en Ginebra, Suiza, la entonces ministra de salud, Luisana Melo, aseguró que en Venezuela el acceso a la salud no está mediado por la capacidad de pago. No obstante, un estudio de la Organización Mundial de la Salud reportó que para el año 2010, los venezolanos costeaban 59% de los gastos médicos, cifra que coloca al país como el primero de América Latina con el mayor gasto del propio bolsillo para cubrir incidencias de salud.
En una protesta a las puertas el hospital el 29 de marzo de 2017, padres y representantes de algunos de los pacientes del J.M de Los Ríos denunciaron que constantemente deben costear con su propio dinero exámenes de laboratorio y rayos x, porque el hospital no garantiza estos servicios debido a fallas en la disponibilidad de insumos y reactivos, así como en el funcionamiento de los equipos de diagnóstico. Los manifestantes también reclamaron por la escasez de medicamentos y tratamientos básicos en el hospital, y aseguraron que deben conseguirlos por fuera, generalmente a precios muy elevados.
El país autosuficiente que dibujan con cifras los recuentos del Ministerio de Salud no encaja en la experiencia diaria de Edimar, para quien la situación es cada vez más crítica. “¿Cómo es posible que un medicamento que deberían tener esos niños no se consiga?”, se pregunta. “Por eso es que esos niños se mueren. Este año se han muerto un poco de niñitos allá abajo en Nefrología”.
El Servicio de Nefrología, en el tercer piso del hospital J.M de los Ríos, es donde los pacientes con problemas renales reciben diálisis un promedio de tres veces a la semana. En la protesta del 29 de marzo, madres denunciaron que al menos 15 niños de ese servicio adquirieron infecciones bacterianas a través de la planta de ósmosis que filtra el agua para el proceso de diálisis, y que según las denuncias no recibe mantenimiento desde agosto de 2016.
“Él tiene que tomar Alopurinol para controlar el ácido úrico y evitar que la hidronefrosis avance más rápido”, explica Edimar, “pero hace rato que no consigo el medicamento. Tengo como cinco meses que no se lo doy”.
En su intervención durante el Examen Periódico Universal 2016 (EPU), la ex ministra de salud, Luisana Melo, aseguró que en el país se garantiza “una distribución promedio de 9,3 medicamentos por persona”. Afirmó también que en el 2015 “la red pública distribuyó 255.390.000 unidades de medicamentos y casi 33 millones de insumos médicos”, según lo reseñó el portal web Runrun.es.
No obstante, según la encuesta de la ONG Convite, publicada en abril de 2016, la escasez de medicamentos de primera necesidad en las farmacias de la Gran Caracas se ubicaba virtualmente en 100%. “Un poquito menos en el municipio Sucre, donde está en 92%”, apunta el doctor Gustavo Villasmil, “pero en el área metropolitana de Caracas supera de largo el 95%”.
El doctor Julio Castro, médico internista infectólogo, explica que de acuerdo con la décimo novena edición de la Lista Modelo de Medicamentos Esenciales 2015 de la OMS, existen 164 medicamentos considerados indispensables para el funcionamiento mínimo de cualquier sistema de salud en el mundo. El listado incluye medicamentos para la hipertensión, antibióticos, ginecológicos, dermatológicos y medicamentos para las enfermedades neurológicas, que tienen que existir incluso si el país está en guerra. Pero según el doctor Castro, “en Venezuela, 90% de los medicamentos de la lista son difíciles de conseguir o no existen”.
De acuerdo con el informe presentado por el Secretario General de la OEA, Luis Almagro, ante el Consejo Permanente, en junio de 2016, las farmacias en Venezuela solo pueden surtir 7 de cada 100 medicamentos solicitados. En un informe de octubre de 2016, la Federación Farmacéutica Venezolana (FERFAVEN) alertó sobre el cierre de 41 farmacias independientes en el país, por dificultades para cubrir su estructura de costos. Mientras que en otros países de América Latina hay una farmacia por cada 3 mil habitantes, en Venezuela la tasa es de una farmacia por cada 7 mil, asegura el informe. Según la organización, otros 3.700 de estos comercios continúan en riesgo de cerrar.
En enero de 2016, la Cámara de la Industria Farmacéutica de Venezuela reconoció una deuda de 6 mil millones de dólares con proveedores internacionales, según lo reseña el informe de OEA ante el Consejo Permanente. “Venezuela no tiene medicinas porque no las puede pagar”, afirma el doctor Villasmil. “El crédito se acabó, y está muy claro que es la gente la que va a pagar. Venezuela va servir su deuda externa, pero a expensas de las divisas para alimentos y medicamentos. En consecuencia, no habrá nada qué comer, no habrá nada qué prescribir”.
Además de la enfermedad de su hijo, Edimar tiene que batallar con su propia asma, que le oprime el pecho en las noches calurosas y le aprieta la garganta cuando tiene que subir por las escaleras hasta el cuarto piso porque los ascensores están parados. Los medicamentos que podría tomar para recuperar el aire tampoco los consigue. Habla con añoranza del Salbotán y el Ventide, y de los tiempos gloriosos en los que un inhalador para el asma era moneda corriente.
Pero incluso en los días de ahogo, Edimar tiene la cabeza puesta en los medicamentos de José que no encuentra. Y en los responsables del “no hay”. “Aquí se han muerto muchos chamos por la negligencia médica. Médica y presidencial, porque esto es un delito”, sentencia la madre. “Esto debería estar bien dotado, y no está”.
Las mamás del J.M de los Ríos le apuestan todos los números a la solidaridad. Se comparten medicamentos, intercambian los pocos insumos que consiguen, se regalan pañales, y hasta pican las canillas reguladas que pueden comprar de vez en cuando en la panadería de enfrente, para que ninguna se quede con la barriga vacía.
Mientras converso con Edimar, una mamá entra al cuarto, tomada de la mano de un niñito que brinca y canturrea: “Adiós. Ya me voy de alta. Ya me voy de alta”.
– ¿Tu hijo toma Urosín?- le pregunta la mujer a Edimar.
– No. Él toma es Alurón.
– ¡Ah! Yo creo que tengo. Te lo voy a dejar.
A Edimar se le ilumina el rostro.
– Oye, sí, gracias. Para ver si con eso lo ayudo a él, para que se le baje el ácido úrico. No quisiera que cayera en diálisis, porque no me gusta esa sala, es como fea, la veo como horrible.
La fealdad de la sala es lo de menos. Edimar dice que si José entra en ciclos de diálisis, tendrá que abandonar su trabajo como cocinera para dedicarse a él, y dejará de percibir el sueldo que hasta hoy ha costeado gran parte de la salud del niño. “Si lo dializan pierdo yo”, afirma, “eso va a ser grave para mí. Porque ahí sí voy a tener que dejar de trabajar, y quién sabe. Quién sabe qué hacer”.
Edimar se bautizó a sí misma “la mamá mágica”, porque tiene que “parir los reales todo el año”. Trabaja cocinando pastas y salsas en un restaurante italiano del Centro Comercial San Ignacio en el este de Caracas, y asegura que apenas le alcanza el sueldo. “Pido prestado y después me endeudo hasta los tuétanos”, dice, “toda la plata que puedes guardar la utilizas ahorita es para puro comprar comida. Con todo lo caro que está”.
Para algunas mamás del J.M de los Ríos, la comida es casi un lujo. Edimar come pan con bocadillo, y a veces cambur, cuando logra tener los mil bolívares que cuesta el kilo en la avenida Vollmer, donde está ubicado el hospital. De almuerzo, le dan una comida hipo-sódica como la indicada para su hijo: cero sal, cero azúcar, todo hervido. Cuando intentó pedir que le dieran algo más condimentado, la respuesta fue clara: “dele gracias a Dios que se le está dando una comida”, le dijeron.
En el tiempo que lleva en el hospital, Edimar ha bajado 10 kilos. Pesaba 85 al ingresar y ahora ronda los 75. Sin embargo, está contenta, porque un médico le dijo que para poder ser donante de riñón tenía que pesar 60 kilos, para garantizar que el riñón esté limpio y en buenas condiciones. Si la enfermedad de José avanza hasta el quinto estadio, entra en diálisis, y si resiste lo suficiente, el siguiente paso para curarlo es un trasplante de riñón. Su mamá ya se está preparando.
– Yo estoy en toda la posibilidad de hacerme mi prueba de compatibilidad y darle mi riñón a él – dice Edimar. – Que eso es lo que me gustaría, darle mi riñón a él.
– Un riñón cada uno – replica José.
– Un riñón cada uno, exacto. Hemos compartido tanto que compartir un riñón no quiere decir nada. Así de sencillo.
– Pero ¿por qué no intercambiamos de riñón?
– Porque yo te voy a dar un riñón grasoso. ¿Para que te pongas gordo como yo?
– Y yo te doy un riñón flaco para que te pongas flaca como yo.
José es un niño risueño y entre risas entiende todo. Incluso la muerte. Escucha a su mamá hablar de ella con toda naturalidad. No se inmuta cuando Edimar dice que hay niños que se mueren en las máquinas de diálisis porque no aguantan y les da un paro cardíaco. Ni siquiera pestañea al escuchar que el otro día una máquina de diálisis se paró de súbito en pleno procedimiento, y el paciente se quedó ahí, sentadito, viendo cómo su hemoglobina bajaba en picada.
José sabe incluso que sus papás no se soportan. En una de las llamadas telefónicas que Edimar recibe de su exmarido, él se atreve a insinuar que no le depositará dinero hasta el día siguiente. La mujer entra en cólera y exclama en el auricular: “yo te hago una pregunta: ¿por qué no te llegas hasta el JM?”. Entre risitas, José contesta: “porque no quiere verte la cara”.
Edimar, se pregunta por qué el gobierno no se esfuerza más para preservar el futuro del país: a los niños. “Ellos son unos chamos con sus discapacidades y con sus problemas patológicos” dice, “pero si tú los ayudas llegan a grandes. Pero si les cortas sus posibilidades de vida porque no hay un medicamento, no hay nada, los estás matando prácticamente. Y eso es lo que están haciendo aquí en Venezuela. Matando a los chamos”.
El repique de su celular la saca de sus pensamientos. Cuando atiende la llamada, el estruendo de su voz ronca, desgastada por el asma, se escucha incluso en el pasillo. “A mí no me importa si todos los venezolanos estamos iguales: ¡estamos hablando de tu hijo, y entonces uno tiene que hacer un sacrificio por el hijo de uno!”.
Médicos que huyen
Aunque a Edimar no le importe, es difícil refutar con éxito la excusa de su exmarido de que “todos los venezolanos estamos iguales”. La Venezuela del presente es un país sin burbujas. No existe escape individual para nadie. Sentado en su escritorio en la Clínica Metropolitana, el doctor Gustavo Villasmil reflexiona por horas sobre esto: la colectividad del drama que hermana a los venezolanos, este episodio terminal que para él representa “el encuentro con el país que somos”.
“Creo que a la larga, este destino terrible nos alcanzó a todos”, dice Villasmil. “Al barrio y a la urbanización, a las colinas y al cerro, al de la póliza de platino y al que solamente tiene seguro social si acaso. Al buhonero y al profesional. Valga decirlo: al oficialista y al de oposición. Nadie escapa a este destino”.
Ni siquiera los médicos. Testigos forzosos de la decadencia de la salud pública, el sufrimiento se les pega en la piel, les nubla los ojos, traspasa los tapabocas y se cuela entre las esporas que bajan hasta los pulmones. Trabajan sin insumos, sin opciones, con el peso de vidas ajenas en las manos que les han amarrado en la espalda.
Para el doctor Huníades Urbina, los médicos en Venezuela “son unos minusválidos desde el punto de vista legal”. Explica que en un caso médico legal, si un paciente sale perjudicado por la falta de insumos o equipos, el médico tratante es quien asume la responsabilidad y la condena penal, por haber atendido al enfermo sin las condiciones mínimas necesarias.
– ¿Y el médico no puede negarse a atender?
– Nos dicen que si el paciente se muere es culpa nuestra por no atenderlo. Estamos en un círculo vicioso. Si todo sale bien, se lo agradecen a José Gregorio Hernández, y si sale mal, nos abren un juicio.
En esas condiciones, muchos médicos venezolanos cuelgan sus batas blancas, o las empacan en una maleta con la esperanza de poder usarlas de nuevo en algún lugar lejano, menos hostil, como lo reportó recientemente Valentina Oropeza para el especial “Relatos del absurdo” del Instituto de Prensa y Sociedad y Connectas. Según cálculos de la Federación Médica Venezolana (FMV) a marzo de 2017, alrededor de 16 mil médicos se han ido del país en los últimos años debido a las malas condiciones de trabajo.
En mayo de 2015, en respuesta a los datos de la FMV sobre la emigración de médicos en Venezuela, el ex ministro de salud Henry Ventura desmintió que se tratara de un éxodo masivo de profesionales de salud. Aseguró que solo 320 médicos abandonaron el país entre 2009 y 2015, y dijo que la mayoría había ido a realizar estudios de posgrado, con la intención de regresar después, según lo reseñó el portal de noticias Globovisión.
En el Examen Periódico Universal (EPU) de 2016, la entonces ministra de salud Luisana Melo afirmó que en Venezuela hay un médico por cada 250 familias, además de 30.699 médicos graduados en atención primaria y 3.711 estudiantes en formación médica.
Estas cifras incluyen a los llamados Médicos Integrales Comunitarios, que han sido formados dentro de los nuevos programas educativos implementados por el gobierno venezolano, y duramente criticados por el gremio médico nacional.
En el libro “Del mal que vas a morir. Auge y tragedia de la salud en Venezuela”, el doctor Gustavo Villasmil asegura que los programas de formación médica en las universidades tradicionales venezolanas presentan una diferencia de más de 1.500 horas de formación en aulas en comparación con los estudios de los médicos comunitarios.
De acuerdo con Villasmil, sobre la base de una evaluación del perfil profesional de un médico modelo, la Academia Nacional de Medicina concluyó que más del 80% de los médicos comunitarios no tiene las actitudes ni aptitudes básicas para enfrentar las complejidades de atender a un enfermo.
El doctor Huníades Urbina sostiene que los jóvenes egresados de este programa formativo no tienen los conocimientos necesarios para ejercer la profesión. “Son muchachos que engañaron o se dejaron engañar”, dice, “que les enseñaron que con ponerse una bata blanca se es médico. Y no. Un médico es tener los conocimientos y la experticia que requiere tratar una patología. Son personas que no están preparadas para atender pacientes”.
El programa de formación en Medicina Integral Comunitaria, un modelo importado desde la Cuba de Fidel Castro, fue muy exitoso en términos políticos. En 2005, en un encuentro en ciudad Sandino, Cuba, Castro le vendió al expresidente Chávez la idea de formar 200 mil médicos comunitarios en un período de 10 años. “Las facultades de medicina en Venezuela, en conjunto, producían en sus mejores tiempos 2 mil médicos en un año”, explica Villasmil. “Es decir, llegar a la meta propuesta por Castro era una tarea que tomaría un siglo. Él, sin embargo, aseguraba que se podía lograr en una década”.
Pero ni siquiera los médicos integrales comunitarios soportan las condiciones de trabajo que hoy en día tiene para ofrecer el sector salud en Venezuela. Muchos de ellos también están huyendo, o al menos lo intentan. El doctor Huníades Urbina, quien es miembro de la Academia Nacional de Medicina, relata que desde la Academia Nacional de Medicina de Colombia les enviaron una comunicación pidiendo información sobre el nivel de formación de 200 médicos integrales comunitarios venezolanos que esperan en el país vecino a que el gobierno reconozca sus títulos y les permita ejercer la profesión.
“Eso es bueno que lo digas” exclama Urbina “para que los del ministerio sepan que su misma gente los está abandonando. ¿Cuál es el socialismo que sembraron si se están yendo del país?”
Mientras tanto, los hospitales en Venezuela se van quedando desiertos. En el J.M de los Ríos había 28 anestesiólogos con entrenamiento en anestesiología pediátrica. Hoy quedan cuatro, que aparecen y desaparecen en turnos improvisados según la necesidad. De acuerdo con Urbina, el Hospital de Niños necesita cerca de 300 enfermeras para cubrir la demanda del servicio, “pero llega una y se van dos”, dice. En el Hospital Oncológico Luis Razetti solo quedan tres doctores de pediatría que hacen milagros para cubrir las necesidades de los pacientes. Y según Estrella, enfermera de este centro de salud, cuando no pueden, las enfermeras hacen el papel de doctor.
Los que decidieron quedarse enfrentan el destino que nos alcanzó a todos, ganando alrededor de 32 mil bolívares, según el doctor Urbina, e inventando sobre la marcha cómo y con qué tratar a sus pacientes. “El signo espiritual que regenta mi momento actual en la profesión es la angustia”, dice el doctor Villasmil. “Con ella me acuesto, con ella me levanto, con ella vivo. Esto es una cruz. Que pesa, que hace llorar, que muele, que marca, que signa la vida, incluso la vida personal y familiar, porque vivimos en esto. Esta es la vida. Es un signo muy angustioso”.
Con la angustia marcada en los ojos, los médicos se pasean por los pasillos cuyas paredes están recubiertas de baldosines cuadrados pintados con dibujos coloridos. Las junturas de las baldosas acumulan una mugre de color negro, endurecida por el tiempo, que los doctores describen como “una fuente de toda clase de bacterias”. Al fondo del pasillo del quinto piso, en el área de Neurocirugía, se encuentra la única sala de drenaje del hospital: un cuarto reservado para los casos más críticos de pacientes con patologías cerebrales.
La sala de drenaje está restringida a las visitas por razones de asepsia, para evitar que bacterias y otros microorganismos del exterior puedan dañar a los pacientes en condiciones tan delicadas que se hospedan allí. Sin embargo, el cuarto no está sellado como debería. El aire acondicionado es un armatoste dañado que sobresale de la pared exterior del edificio. Para combatir el calor, las ventanas permanecen siempre abiertas, y el aire de la calle mezclado con el humo de los autobuses que transitan por la avenida Vollmer forman corrientes contaminadas que danzan por el cuarto alrededor de Gregory Montilla.
La espera como condena
Gregory tiene 2 años y su problema viene desde el nacimiento. Nathaly Ramírez, su mamá, ya sabía, mucho antes de romper fuente y correr al hospital para dar a luz, que a su hijo le faltaba el lóbulo frontal izquierdo del cerebro. No se le formó. Y del hueco donde debería estar la parte faltante, sacó partido un líquido, mezcla de sangre y fluidos sin nombre, que se empozó ahí, a sus anchas.
Para prevenir la inflamación del cerebro, Gregory necesita cirugías periódicas que consisten en instalarle una válvula que permita la circulación del líquido acumulado en su cerebro. La primera de estas cirugías se hizo en septiembre de 2015 en el J.M de Los Ríos, cuando Gregory apenas tenía un año. Le colocaron su primera válvula cerebral y lo dieron de alta en pocos días. Pero un mes después, Gregory volvió de emergencia al hospital, con un paro respiratorio sin causa aparente. Cuando le abrieron la cabeza para retirarle la válvula y cambiarla por una nueva, el catéter, un pequeño tubo enrollado que acompaña la válvula, se había desprendido, y estaba perdido, invisible en medio de la viscosidad del cerebro.
La decisión fue dejarlo allí y esperar lo mejor. Pero lo mejor no llegó.
“Me habían dicho que no afectaba en nada”, recuerda Nathaly, sentada en el pasillo del Servicio de Neurocirugía, en el quinto piso del hospital. “Que eso era una gomita que iba a nadar por el cerebro, para allá y para acá. Pero a los tres meses el niño empezó a ponerse rígido, empezó a convulsionar. Y entonces supieron que era el catéter lo que estaba afectando”.
Gregory regresó al hospital para una punción de líquido cerebral, y lo que salió, según cuenta Nathaly, fue “una baba horrible y espantosa”, que presagiaba infección bacteriana. Para cuando le abrieron el cráneo por segunda vez para sacarle, ahora sí, el catéter extraviado, la válvula que le habían puesto apenas tres meses antes era insalvable: estaba totalmente infectada.
Después de retirarla, los médicos iniciaron un tratamiento con antibióticos para controlar la infección cerebral y drenar el líquido infectado. Así comenzó la espera de Gregrory, que se prolongó por nueve meses, mientras la infección cedió y la mamá de Gregory logró conseguir, a través de una donación a la Fundación Prepara Familia, la válvula de presión media que necesitaba para su hijo.
Nathaly tiene una hermana en Caracas, pero no recuerda si vive en Santa Teresa o en Santa Lucía. Sabe que es “por allá lejos”, que tuvo que montarse en metro, después en carro, que es horrible ir para allá. El resto de su familia está en San Cristóbal, en el estado Táchira, pero ella vino de Barinas, donde vive la familia de su esposo. Allá la está aguardando su hijo mayor, de 10 años, que espera que a finales de septiembre, su mamá lo ayude a preparar el morral para su primer día de clases en el liceo.
Le pregunto si volverá a Barinas cuando a Gregory lo den de alta.
“Mira, con ganas. Feliz estando por allá. Mucho más relajado que aquí en Caracas”.
Más relajado no significa muy diferente. En Barinas, como en Caracas, Nathaly tampoco tiene trabajo. Cuenta que antes de hospitalizar a Gregory, se defendía vendiendo yogurt casero que preparaba con las sobras de la leche regulada que compraba para los teteros del niño. Eran los tiempos en que todavía se conseguía el azúcar. “Pero ahora no.”, suspira Nathaly, “ya está difícil la azúcar. Ahorita no voy a poder con eso”.
Nathaly quiere ser abogada. Estudió en la Misión Sucre, otro de los programas sociales de educación promovidos por el gobierno para la formación de personas de escasos recursos. Y le gustó. “Era muy bueno. Todos los profesores eran abogados. Hasta el mismo juez del pueblo nos daba clase”, asegura. Pero cuando quedó embarazada de Gregory, Nathaly se olvidó de los abogados. Tenía problemas para concentrarse, hasta que faltando un año para su graduación, dejó de ir a clases y no volvió nunca más.
Ahora lo está pensando. Podría regresar. Terminar lo inconcluso. Si tan solo su suegra, en Barinas, no trabajara. Entonces podría cuidar a Gregory mientras ella, recién egresada, ejerce la abogacía. Ganaría mejor. La salud de Gregory estaría garantizada. Todos estos pensamientos cruzan su mente mientras espera que la Misión Sucre le dé respuesta a su solicitud de retomar los estudios poco a poco: presentar un proyecto de tesis de grado, ir sacando las materias rezagadas de una en una. Todavía no le han dicho nada. Ella espera, fantaseando despierta en los pasillos del hospital.
Gregory fue dado de alta en septiembre de 2016. No tenía rastro de infección, estaba recién operado y con una válvula nueva. Nathaly estaba feliz. Llegó a Barinas a tiempo para preparar la lonchera del primer día de liceo de su primogénito. Y entonces, a sólo dos días de haber llegado a casa, Gregory convulsionó.
Nathaly lo llevó de emergencia al Hospital de Barinas, donde se descubrió que en el cerebro del niño se había alojado una nueva bacteria. El cultivo que le hicieron reveló que se trata de una bacteria que se adquiere únicamente a través de heridas abiertas; no es susceptible de contagiarse por el aire o el contacto. Gregory se infectó en algún momento mientras la herida en su cabeza todavía estaba abierta; lo más probable es que haya sido mientras estaba en el Hospital de Niños.
Con una nueva infección, la válvula cerebral que recién le habían instalado se infectó también. Los médicos del Hospital de Barinas tuvieron que retirarla, y empezar un tratamiento con antibióticos para controlar la infección y preparar a Gregory para una nueva cirugía, que requerirá una nueva válvula. Otra vez la búsqueda. Otra vez la angustia.
Nathaly no va a ser abogado. Al menos no por ahora. Está dedicada a cuidar a su hijo; sentada al lado de la cama, vigilando su sueño, abanicándolo con un papel para disipar el calor humedecido de los llanos venezolanos. Lo hará durante el tiempo que sea necesario. Todo lo demás, hasta ella misma, puede esperar.
En Venezuela, la política de salud pública por excelencia parece ser la espera. La muerte también espera. Agazapada en los rincones de los quirófanos sin aire acondicionado; al pie de la cama de cada niño que no consigue quimioterapia; junto a cada máquina de diálisis que funciona a medias; a espaldas de cada médico que debe operar sin los insumos adecuados para evitar un juicio criminal por mala praxis. La muerte aguarda con los brazos abiertos, llama a los niños con voz queda: a Haly, a José, a Gregory, a todos los demás, cuyos nombres no conocemos. Seguirá llamando a los que vengan. Se contentará con cada caja de pastillas que no aparece, con las bombas de oxígeno dañadas, con cada pedacito de vidrio en la comida de un niño. La escasez, la precariedad, la desidia, son sus victorias.
Daniela ya no tiene que esperar. Su madre Susana, en cambio, sumó a su propia espera la de muchos. Nunca abandonó del todo el Hospital de Niños después del 4 de julio. Continúa yendo cada martes, y cada día adicional que puede. Habla con las mamás de los pequeños que aún siguen hospitalizados, recibe sus quejas y denuncias, sale a la calle a contar lo que pasa puertas adentro del centro de salud.
Los motivos que la llevaron a quedarse en el hospital después de la muerte de su hija los explica a motu propio con toda naturalidad; como contando un anexo más de su historia personal. “Yo no puedo sencillamente porque Daniela no está, voltearme y dejarlo así” dice. “No puedo. Recuerdo que el día que Daniela falleció, una mamá que no estaba en el hospital me mandó un mensaje y me dijo: ‘amiga, usted se ha hecho una familia en el JM, así que cuente con nosotras’. Y uno no le da la espalda a la familia”.
Desde el principio, Susana estaba decidida a contar lo que pasaba dentro del Hospital de Niños. La primera vez que la vi en una reunión de la Comisión de Asuntos Sociales de la Asamblea Nacional en julio de 2016, dijo tajante: “mi hija no necesita que yo haga más nada por ella. Ya ella está bien, ya no le duele nada. Ya no hay que pincharla, ya no hay que hacerle nada. Pero hay un montón de niños en el hospital que sí necesitan que se haga algo. Alguien tiene que hablar. No puede ser que se siga negando una realidad que se lleva a los niños todos los días”.
Susana está convencida de que sigue los pasos de su hija. Cuenta que durante su estadía en el hospital, Daniela decía que quería ser hada. “Yo le preguntaba: Daniela, ¿pero hada? Y ella respondía: sí, porque yo quiero darle regalos a los niños”, relata, y añade que en algún momento durante su hospitalización, Daniela agregó otro deseo a su lista: ahora quería ser hada o doctora.
– ¿Por qué?- pregunta Susana en voz alta, y se responde- Porque ella quería darle regalos a los niños y curar a los que están enfermos.
El huerto de Daniela
En su tiempo libre, Susana se dedica a sembrar. Siembra en el jardín de su apartamento en la planta baja de un edificio en Caricuao, que desde hace varios años se convirtió en un pequeño huerto con muchas plantas diferentes. “Tenemos espinacas, cebollín, unas zanahorias que todavía no tienen tamaño, pero ya pronto deben estar listas para sacar”, dice. “Tenemos una mata de lechoza. Hemos tenido tomates en algunas épocas, pero el tomate es muy delicado. Él da su carga y después eventualmente se muere y volvemos a sembrar”.
A Daniela le encantaba sembrar. Salía todos los fines de semana al jardín y uno de sus juegos favoritos era regar las caraotas sobre la cama de su mamá para seleccionar cuáles iba a sembrar y cuáles no. “Incluso cuando no podía caminar, la sacábamos en el coche, y ella regaba cualquier semilla”, recuerda Susana.
Daniela sembró una mata de parchita que hoy en día les da parchitas a todos los habitantes del edificio, que cada mañana bajan a recoger las que cayeron, para hacer jugo. La niña también tiraba en la tierra semillas de auyama y melón, que todavía no han dado frutos. Pero las caraotas que sembró antes de su última hospitalización ya florecieron.
En el huerto, entre las orquídeas, las matas de navidad que crecen hasta el primer piso del edificio, y un cactus que dos veces al año da un grupo de siete u ocho flores blancas que solo viven durante una noche, Daniela fue feliz. Su mamá la recuerda siempre risueña, siempre cantando, tratando de bailar inclusive cuando le costaba trabajo caminar.
“Siempre tratamos de que Daniela no se deprimiera”, dice Susana, “de que tuviera una vida de niña lo más normal posible. Y creo que todas las mamás que estamos en el hospital hacemos eso. Todas intentamos que, a pesar de lo dura que sea la situación, a pesar de lo difícil que la estemos pasando, ellos sigan siendo niños. Creo que todas nos esforzamos por eso. Porque su vida sea lo más parecida a la vida normal de un niño”.
Edimar, la mamá de José Galíndez, guarda un secreto a voces: la normalidad es su mayor objeto de deseo. Una fantasía que siente ajena, casi prohibida. Para no dejarla ir, puede implantarla en la vida de los otros, como un anhelo. Puede decirme, con un rastro de burla amarga en la voz:
– ¿Qué te parece el horror? ¿La vida patética de cada una de nosotras? Me imagino que tú llegas a tu casa y te desintoxicas, ¿no? Agarras y pones una canción bien bonita y piensas: voy a olvidarme de toda esta locura…
Un instante de meditación fugaz. De silencio.
– ¿Olvidarme?
Vía Prodavinci.