A la tragedia venezolana que ayer personificó la muerte en un hospital del niño, Oliver Sánchez, tras la espera de una medicina que nunca llegó, no solo hay que ponerle nombre y apellido, sino, igualmente, la identidad del culpable de la comisión de un crimen que puede calificarse de lesa humanidad.
Y ese no es otro que Nicolás Maduro, un dictador que mientras se niega a mostrarnos su partida de nacimiento, deja documentación suficiente para que no queden dudas que su misión en este mundo es destruir a Venezuela y a los venezolanos.
Y definitivamente que, actuando desde su vocación de sicario o mercenario, pues resulta imposible admitir que semejante nulidad tenga los derechos de autor de un delito que ni siquiera por ser aterrador anidó en su mente.
Quiere decir que, solo por órdenes de sus empleadores, los hermanos Castro de Cuba, o de sus aliados colombianos, los sobrevivientes “comandantes” de las FARC, está Maduro ejecutando lo que son venganzas del pasado, pero a través de un delincuente interpuesto.
Que debe ser denunciado, acusado y condenado ante las más amplias mayorías nacionales, pero no para continuar en el “Muro de los Lamentos” en que, peligrosamente,
está deviniendo la nación venezolana, sino de una fuerza activa, enérgica e incontenible que proceda a la brevedad a poner fin a la impunidad de este asesino en serie.