Manuel Malaver
Hubo un tiempo –no muy lejano- cuando la dictadura de Chávez y Maduro se vendió y fue comprada por los “progres” de todo el mundo como una “auténtica democracia”, porque, presuntamente, no pasaba un año sin convocar a elecciones nacionales, regionales y locales para que el pueblo eligiera a sus autoridades legítimas. Y no dudamos que fue un buen invento, uno que limpiaba a los neodictadores del “Socialismo del Siglo XXI” del pecado de los viejos, de los stalinistas y castristas, de nombrar “a dedo” a todas las autoridades, desde las máximas a las mínimas, de manera absoluta e incontrovertible, y sin que importaran opiniones sobre sus capacidades, cultura y honestidad. Solo se exigía un requisito: ser leal, devoto y adorador del Caudillo, Redentor o Comandante en Jefe, tal cual lo exigían a sus súbditos los monarcas absolutos de la Europa de los siglos XVI, XVII y XVIII y cuyo incumplimiento, duda o traición podían pagarse en ergástulas atroces o el patíbulo.
Anotemos que, más de la mitad de esta gigantesca suma, fue direccionada para destruir lo que quedaba de la democracia venezolana y que, un plan diabólico, del peor Napoleón III, o del más ruin Idi Amín Dadá, fue implementado para que los neodictadores, no solo cumplieran su nefasto propósito, sino con el apoyo del pueblo, de las masas. Al efecto, se estructuró un perverso sistema electoral, el que preside el CNE, automatizado y electrónico, basado en la interferencia del voto y la identificación de los votantes que, al perder la ventaja del secreto, pasaron a ser amenazados con la pérdida de empleos y la cárcel sino sufragaba por los candidatos del Estado Protector y su Caudillo.