Asdrúbal Aguiar
Suman centenas de miles los civiles venezolanos víctimas mortales de la violencia criminal oficial en Venezuela, durante los últimos 17 años. No son sólo los centenares de asesinatos de Estado –allí el fiscal Danilo Anderson– y los miles de heridos y encarcelados a quienes la memoria no olvida, pero no es capaz de enumerarlos porque su número se hace infinito y busca símbolos: Iván Simonovis, Antonio Ledezma, Leopoldo López –medio libre como si su libertad fuese la gracia del déspota que lo encarceló– y que son la consecuencia de la represión política, por originarse en el mismo Estado.
Ello encuentra hitos ominosos, como los sucesos de abril de 2002 y sus masacres, la de Miraflores y la de Plaza Altamira, obras de Hugo Chávez Frías; la Masacre del Día de Juventud de 2014 y la corriente, atribuibles a su causahabiente, Nicolás Maduro, y que ya es desbordamiento y se torna en rebelión –la última– pues el régimen de éste ha decidido sostenerse con las armas, no con los votos.
Generalizar las responsabilidades no es lo pertinente. Mal se puede decir que todos los actores del Estado se hayan coludido en esta empresa de violaciones sistemáticas y masivas de derechos humanos. No se puede ni se debe generalizar, pero lo ocurrido tiene nombre o realidad omnicomprensiva: la Fuerza Armada.
A los militares corresponderá, entonces y en un momento de lucidez, ponerle otra vez freno y término a este conflicto agonal, a esta polaridad cultural y no sólo política; que anega a nuestra geografía, que se traga a nuestra gente común toda y no solo a la más humilde o joven siendo sin duda la más sufrida, y que se resume en el choque entre civilización y barbarie. Esta se inaugura con los nombres de Antonio Nicolás Briceño, Simón Bolívar, y José Tomás Boves.
Es y se trata, en efecto, de lo que vuelve a nuestro recuerdo colectivo y coloquialmente se expresa en el desencuentro habido entre el exrector y presidente José María Vargas y el coronel Pedro Carujo durante la Revolución de las Reformas, en 1835: “La patria es de lo valientes”, dice éste, a lo que agrega el primero, “es del hombre justo”.
El calco reciente de este diálogo, revelador de nuestra esencia o dilema patrio, pero en términos más primitivos y horadadores de la conciencia –llegan en vivo y directo a través del andamiaje digital para invadir los lechos de nuestros hogares– revela que aún se encuentra pendiente de resolver, a pesar de su adormecimiento durante las varias décadas de la República civil que fenece en 1999, el nudo existencial de nuestra historia: civilización o barbarie.
Los empujones que le propina al diputado presidente de la Asamblea Nacional, Julio Borges, el coronel Bladimir Lugo, junto a expresiones suyas que escupen al templo de la civilidad y la democracia, han de concitar, pues, una seria y severa reflexión hacia el interior de los cuarteles. También en quienes, desde la acerca del partidismo, hacen vida política civil y ciudadana. Pues no es sólo que la cuestión haya quedado inscrita con fuego de luces y no de balas en las páginas de Doña Bárbara, obra de nuestro novelista Rómulo Gallegos, o que busque su resolución pedagógica en los diálogos entre Tío Tigre y Tío Conejo, escritos por Antonio Arráiz.
Es que el origen de todo esto mejor lo describe el desprecio que por el mundo civil manifiesta nuestro propio Libertador desde Cartagena, a la caída de la Primera República. Tilda de locos enfebrecidos a los doctores y profesores quienes redactan nuestra Constitución de 1811, y en Angostura, en 1819, pide a los legisladores crear un senado vitalicio y hereditario integrado por las espadas para que nunca olvide Venezuela que le debe su libertad a éstas, no a las luces.
Eso es lo que recoge lapidariamente el cuento de Manuel Díaz Rodríguez, Los Batracios. Nos muestra al capataz de una hacienda vernácula, el coronel Cantalicio Mapanare, reunido con su peonada para darle un golpe de Estado al jefe civil del pueblo y quién, al ser recriminado por su abogado, su cagatintas, le responde con la igual voz golpeada del Coronel Lugo: ¡No se meta en política. Le llamé para que redacte mi proclama!
Esas tenemos. Bajo dictaduras y en democracia, ahora más bajo la narco-dictadura militar imperante, la ofensa mayor que se le hace al cadete es la de llamarlo civil.
Lo peor no es eso. Lo dice bien el poeta Andrés Eloy Blanco: el problema no es civilizar a los militares sino frenar el gusto de los civiles por hacerse militares.
Obviamente que el cuadro actual es dantesco, para decirlo con palabras suaves. Nuestros militares –no todos, pero no son pocos– se han coludido, por decisión del fallecido soldado Chávez, con la industria de la muerte, con el narcotráfico. Y a los civiles que arrastran tras de sí, desde agosto de 1999, los usan para que hagan política o negocios con el Estado y les preserven sus espacios para no abandonarlos jamás.
Maduro, en fin, es otro cagatintas, apenas el ordenanza sometido. Al igual que el letrado del coronel Mapanare –quien luego de su tropelía y celebrándola se pone a sí las caponas de general– junto a “sus” generales terminará los días en una celda, inundada, pestífera, llena de batracios.