Antonio Sánchez García
Hay un convidado de piedra en la Asamblea General de la OEA: Cuba. No se la menciona, es un tabú. Nadie, ni Luis Almagro, el mejor secretario desde que ésta fue creada y, quizás el más valioso de los políticos latinoamericanos en la actualidad, osa mencionarla. Es un poder en las sombras, el fantasma de la Ópera. Tampoco sus vicarios y acólitos, pues sería como mentar la soga en casa del ahorcado.
Todos los miembros de pleno derecho de la Organización de Estados Americanos (OEA), de derechas, izquierdas o de centro tienen perfecta conciencia de que el dueño del desventurado país sobre cuyos destinos discuten es Raúl Castro. Hasta su muerte lo fue su hermano Fidel. Al morir Raúl, lo será su nieto. Versión tropical y caribeña de Corea del Norte. Y nadie hace mención del hecho: Maduro es un agente cubano puesto al frente de la dictadura tras la muerte en La Habana de Hugo Chávez Frías.
Delcy Rodríguez, ahora Samuel Moncada, sus embajadores en Washington y los funcionarios que acompañan en dichas discusiones tampoco ocuparían sus puestos sin la aprobación del supremo gobierno cubano. Aunque piensen, hablen y gesticulen ellos son títeres de Raúl Castro. Aunque discutan con ellos y pretendan convencerlos de verdades tangibles –crisis humanitaria, insurrección, manifestantes asesinados, narcotráfico, pobreza, falta de alimentos y medicinas– solo son apasionados voceros de la Cancillería cubana. Los perros que ladran a sus indicaciones.
El poder del amo cubano es omnipresente y ubicuo: desde el papa Francisco a la canciller alemana Ángela Merkel; desde Trump a la presidente socialista Michelle Bachelet, pasando por los presidentes Mauricio Macri, Temer y PPK –los liberales latinoamericanos de la partida–, todos de consuno recomiendan a la oposición venezolana, que saben maniatada y amenazada de muerte por las fuerzas combinadas de la satrapía venezolana y la tiranía cubana, que dialogue con Maduro. Como si él no fuera títere de Raúl Castro y Ramiro Valdés.
¿Por qué no hablan con la verdad por delante y le recomiendan a nuestra oposición que se reúna en sitio neutral, ante un tercero, con Raúl Castro? ¿Por qué darle a la tiranía cubana la ventaja insólita de la transparencia y hasta abrirle los brazos en gloria y majestad, con caras sonrientes y amabilidad desbordada, como lo hicieron Barack Obama y Jorge Alejandro Bergoglio? ¿Por qué insólitas y extrañas razones el Departamento de Estado, con Hillary Clinton, y el Vaticano, con Monseñor Parolin, prefirieron abrirse a la tiranía cubana en absoluto desmedro de la democracia venezolana? ¿Por qué todas las cancillerías del mundo, con la natural excepción de Corea del Norte, Rusia, China y los cipayos latinoamericanos, expresan sus angustias ante la tragedia nacional y callan la razón de ésta, la colonización de Venezuela por Cuba y el implacable manejo de sus fuerzas militares, policiales y parapoliciales? Un ejército de ocupación con decenas de miles de funcionarios cubanos controla desde notarías hasta registros de identidad; manejan quién, cómo y cuándo alguien merece tener o no un pasaporte y se llevan la tajada del león de los ingresos de nuestra esquilmada industria petrolera. ¿Y cien mil barriles diarios de petróleo a cuenta de inventario?
Susana Malcorra y Heraldo Muñoz, cancilleres de Argentina y Chile, lo saben, así como también Monseñor Parolín, del Vaticano, el jefe del Departamento de Estado de estadounidense, Rex Tillerson y los ministros de relaciones exteriores de las naciones democráticas del orbe: Venezuela es una dictadura “exógena”. Su cerebro, alma y corazón se encuentran en La Habana. Y si no lo saben no merecen tener los puestos que ocupan. Si sus Servicios de Inteligencia no los proveen sobre lo que ocurre en nuestro atribulado país, ¿de qué los proveen?
Una palabra de Raúl Castro es una orden para Nicolás Maduro y una de Ramiro Valdés una decisión indiscutible para el general Vladimir Padrino, Jefe de los Ejércitos venezolanos. Pero Maduro, Padrino ni los funcionarios de la dictadura tienen poder real para actuar por propia iniciativa. Y quien en la alta nomenclatura –como la fiscal general de la república, Luisa Ortega Díaz– los contraríe correrá el riesgo de ser “suicidada”, como lo insinuara con perversa y estúpida brutalidad, Pedro Carreño, ex guardaespaldas y sigüises (delator) del dictador Hugo Chávez.
Sin el consenso de los tiranos cubanos o la decisión unilateral de sus estados mayores de retirarse del campo de batalla temiendo graves consecuencias para la supervivencia de su “revolución”, Venezuela no saldrá de su tragedia. Para Cuba, la dictadura venezolana es un “essential”, una conquista innegociable.
Héctor Schamis, el gran columnista de El País, escribió en abril de 2015 que en Venezuela no existían las fuerzas internas capaces de dirimir el grave conflicto en el que estábamos. La insurrección en marcha, de una dimensión, fuerza y alcance inéditos en la historia de América Latina y sólo comparable a los sucesos de Ucrania o la Primavera Árabe, demuestra que existen de la parte opositora las fuerzas para reconstruir el país y echar a andar una Nueva República, liberal, democrática, próspera y poderosa, si sólo se enfrentaran a una dictadura endógena, fracasada, arruinada y acorralada, como esta farsa trágica del castrochavismo. No le pidan al pueblo venezolano, cuyas fuerzas armadas lo han traicionado vendiéndose al enemigo, que venza a las tropas cubanas invasoras. ¿Esperan por un nuevo Vietnam?
Es la hora de que la comunidad democrática internacional abra los ojos y venga en nuestro auxilio. Con todos sus medios. Venezuela es, para la región y los mismos Estados Unidos, inmensamente más valioso e importante que Siria. Esperamos que por lo menos lo entiendan.